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Cosmopolita y moderna, histórica y colonial

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No debe de haber mejor recuerdo de un viaje de placer que cuando uno parte con pocas expectativas y termina deslumbrado. Bogotá logra eso: seducir aun hasta al más escéptico, ese que llega con la imagen de aquel país signado por la violencia y la inseguridad, que el pueblo colombiano logró desterrar hace casi una década. Los cachacos o rolos, como se conoce en la jerga popular a los bogotanos, no niegan su pasado en el momento de responder si ser turista en la tierra del café y el vallenato es complicado, que es la primera pregunta que hace cualquier mortal cuando llega a Bogotá.

Nadie duda que el narcoterrorismo, las guerrillas, los paramilitares y el crimen organizado han dejado heridas que sólo el paso del tiempo y las buenas administraciones de gobierno serán capaces de cicatrizar. Pero Colombia admite sus errores del pasado y reniega de éste. Tal vez ahí esté la verdadera razón del fuerte crecimiento del turismo receptivo que ha tenido en los últimos años, aun en una época de crisis como la actual.

Olores, colores y sabores

Caminar Bogotá o recorrerla en cualquiera de sus medios de transporte público (colectivos de línea, taxis o el novedoso Transmilenio) es adentrarse en un mundo de colores, olores y sabores. Es una metrópoli moderna y cosmopolita; el boom de la construcción hace recordar a la época de oro en Buenos Aires. Grandes torres, barrios cerrados en etapa de preventa, abren shopping, locales comerciales y restoranes en distintas zonas y para todos los gustos y presupuestos. Bogotá cuenta con los adelantos técnicos de las grandes ciudades, que, aunados a las importantes transformaciones que ha vivido en la última década, la convierten en una urbe amable, hermosa, con una oferta cultural muy rica y variada. Tal vez su mejor definición sea la de ciudad de contrastes, porque ofrece la infraestructura que requiere la vida moderna, sin perder las construcciones de la época colonial, que se conservan en sus barrios tradicionales. Lo mismo sucede con los usos y costumbres.

Una mención especial merece su centro histórico, conocido como el barrio de La Candelaria. Lo ideal es comenzar a recorrer sus calles, que cambian de nombre en cada esquina, usando como punto de partida la plazoleta del Chorro de Quevedo. A grandes rasgos, La Candelaria se parece a San Telmo, con un valioso patrimonio arquitectónico representado en viejas casonas de acento español, con sus ventanas enrejadas, portones tallados, techos de tejas rojas y aleros, pesados portones, patios interiores con pasillos que interconectan inmensas habitaciones y grandes muros, cuyas fachadas presentan gran variedad de estilos de balcones. Las instituciones, al igual que las construcciones residenciales y religiosas erigidas durante el siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, de corte neoclásico (llamado localmente Republicano), sumadas al eclecticismo propio de la arquitectura colonial en América, le imprimen a La Candelaria un aire histórico y tradicional, donde a su vez se respira un ambiente dinámico, académico, cultural y bohemio.

El arraigo de las viejas costumbres encuentra el espacio ideal para perdurar a través de muchas generaciones. Es el caso de los artesanos, quienes, a diferencia de lo que sucede en otras urbes, donde conviven en plazas, plazoletas o en predios destinados para tal fin, en La Candelaria trabajan en los mismos talleres de sus antepasados. También conserva tradiciones gastronómicas en viejas casonas, como el restorán 80 Sillas, que como tantos otros de la zona hacen hincapié en la preparación de pescados y mariscos; o La Puerta Falsa, reducto donde se pueden adquirir dulces y comidas típicas de la región.

El centro histórico de Bogotá es uno de los mejor preservados en Latinoamérica. Las edificaciones son hoy viviendas, colegios, universidades, lujosos hoteles, anticuarios, cafés y restoranes, oficinas de Gobierno, teatros, museos, bibliotecas y centros culturales. Si bien descubrir cada rincón de este barrio puede llevar más de un día, para los que llegan con una agenda apretada es recomendable incluir en el itinerario la Iglesia de La Candelaria, la Biblioteca Luis Ángel Arango, la Plaza Bolívar y el Museo Botero, con más de 200 obras originales donadas por el artista plástico. Es llamativo ver cómo las veredas se pueblan de repente de cientos de niños en uniformes escolares que entran y salen de estos sitios, a donde llegan para hacer visitas guiadas.

Los turistas pasean por el barrio con sus cámaras fotográficas, toman nota, se distraen, y nadie se lleva lo que no le corresponde. Todo transcurre en un clima de armonía. Tal vez la situación más incómoda se vive con el asedio de los mendigos en la Plaza Bolívar, emplazada en un contexto similar al de Plaza Moreno, de la ciudad de La Plata, con baldosas de cemento, rodeada de edificios históricos (incluye Catedral) y un millar de palomas hambrientas que se conforman con el maíz que les dan de comer los turistas. La bolsa de esta semilla puede costar desde 500 pesos (25 centavos de dólar) hasta 3.000 pesos (1,50 dólar), dependiendo de la avivada de los vendedores de turno combinada con la ingenuidad del visitante. Es bueno saber que tanto en este caso como en el de la compra de artesanías o productos autóctonos todo puede costar hasta un 50% menos. Sólo es cuestión de «regatear» o de asesorarse antes de consumir. Allí es donde queda en evidencia la procedencia del turista. En general, el latino pelea los precios, mientras el norteamericano y el europeo consumen sin cuestionar.

Regional e internacional

A la hora de hablar de gastronomía, Bogotá absorbe lo mejor de cada región. Por ende, ellos mismos suelen decir que no existe una sola cocina colombiana, sino diversas gastronomías regionales. Básicamente, los principales elementos que integran una dieta típica son la papa, la yuca y el arroz, complementadas con carne o pescado.

Es posible encontrar restoranes de comida autóctona o internacional en diferentes lugares de la ciudad. Las principales zonas son Usaquén, la Zona G, La Candelaria y el Centro Internacional. La diversidad es notable. Pero visitar la capital colombiana y no probar el ajiaco santafereño (una sopa preparada con pollo, papa de diferentes variedades, mazorca y guascas), es como llegar a la Argentina y no comer asado. Usualmente, al ajiaco se le adicionan crema de leche y alcaparras y se acompaña con aguacate y crema de curaba. Otra alternativa es la fritanga, un plato que se prepara con diferentes carnes: de res (vaca), de cerdo, chorizo, longaniza, ubre, corazón, y con papa, plátano y arepa. Para los más osados, una buena prueba es el tamal con chocolate. El tamal colombiano es una pasta de masa de arroz con carne o pollo, garbanzo, zanahoria y condimentos, envuelto en hojas de plátano y cocido al vapor.

En el momento del postre, y siempre hablando de productos autóctonos, una buena alternativa pueden ser las brevas con arequipe (dulce de leche), fresas con crema o postre de natas. Para los conservadores: frutas tropicales, una opción que nunca falla por la amplia diversidad.

Estética, compras y la ciudad de noche

Bogotá, al igual que Cali, Medellín y Barranquilla, en Colombia, y como viene sucediendo en los últimos años con Buenos Aires, es reconocida mundialmente como destino receptivo de turismo de salud y estética. El principal mercado para este segmento proviene de Centroamérica, el Caribe y los Estados Unidos, aunque poco a poco se está abriendo también el mercado para otros países de Latinoamérica y en menor medida, el europeo.

Si de ir de compras se trata, cuero y calzado, arte, música, libros, antigüedades, esmeraldas, reproducciones precolombinas y moda establecen sus dominios. Además de los centros comerciales, existen corredores dedicados al comercio en tradicionales calles o avenidas llamados centros comerciales a cielo abierto, además de los infaltables outlets. Un dato de color son las jornadas «Bogotá despierta», previas al Día del Padre, el de la Madre, el del Amor, el de la Amistad y Navidad. Se trata de un convenio entre los comerciantes que abren las puertas de sus negocios por 24 horas ininterrumpidamente, con grandes descuentos después de la medianoche. Por último, están los mercados artesanales y los mercados de las pulgas, que abren los domingos.

Cuando el sol se esconde, cerca de las seis en esta época del año, la ciudad se enciende y muestra su perfil nocturno. La movida es tan grande que hay muchísimos espacios y zonas para que nadie se quede afuera. El Centro Histórico es ideal para aquellos que buscan opciones de teatro (Cristóbal Colón, Biblioteca Luis Ángel Arango, Camarín del Carmen o el teatro Jorge Eliécer Gaitán). También están los bares y cafés repletos de historias y leyendas. La Zona Rosa, especialmente la denominada Zona T, es otra opción, lo mismo que la Zona G, próxima al sector financiero, que se caracteriza por mezclar sofisticados restoranes de cocina internacional con otros de gastronomía autóctona emplazados en casas antiguas. Otras posibilidades son el Parque de la 93, lugar de encuentro obligado; un antiguo poblado convertido en barrio (Usaquén) con calles angostas y residencias de finales del siglo XIX, de jardines floridos y fachadas multicolores; Vía a la Calera; Avenida Primero de Mayo y las rumbas en El Restrepo, donde cada esquina es custodiada por vendedoras de empanadas y arepas.

No hay duda de que Bogotá ha dejado de ser una escala para convertirse en un destino que se consolida internamente y en el exterior a pasos de gigante. Por méritos propios logró aparecer en la revista Vanity Fair como una de las seis ciudades más recomendadas del mundo para visitar, ganándose un lugar en el mapa turístico grande. Y por méritos propios merece ser descubierta por aquellos que todavía descreen de que existe una Colombia renovada, inesperada, un lugar que vale la pena descubrir.


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