Sara Rietti alguna vez se definió como doblemente diferente de los estereotipos del científico: por ser mujer y por ser latinoamericana. Luchó por una ciencia al servicio de la sociedad: ubicó una pregunta clave (”“ciencia, ¿para qué y para quién?”) por delante de cualquier actividad.
Entendió que en los países periféricos no puede hacerse ciencia con los mismos modelos y estándares que en los países centrales, porque los problemas, las metas e intereses son distintos. Y ese fue el espíritu que guió su carrera científica y política.
Hija de un padre ucraniano y una madre polaca, Sara –nacida con el apellido Bartfeld– hubiera querido estudiar filosofía, historia o ciencia política. Pero el mandato familiar la llevó hacia la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (FCEN) a estudiar química, como su prima. Allí fue donde despertó su compromiso político y también donde conoció a su marido, Víctor Rietti, padre de su hijo y sus dos hijas, y portador del apellido con el que la conocemos. En 1953, y según ella “casi por casualidad”, se convirtió en la primera química nuclear de la Argentina, al rendir su última materia en la Comisión Nacional de Energía Atómica.
Partir y repartir
Rietti comenzó su doctorado en 1954. A lo largo de casi una década se dedicó a estudiar los hidruros de boro, compuestos usados en la tecnología aeroespacial. Finalmente, obtuvo su título de doctora en 1963.
Trabajó como docente e investigadora en el departamento de Química Inorgánica y Fisicoquímica en la FCEN de la Universidad de Buenos Aires, que por aquel entonces no estaba en Ciudad Universitaria, donde se ubica hoy, sino en la Manzana de las Luces, en el centro porteño.
El 29 de julio de 1966, durante la dictadura militar que llevó a Juan Carlos Onganía al poder, Rietti vivió en primera persona la Noche de los Bastones Largos. Estaba en asamblea en la Facultad con Víctor, sus colegas y el decano Rolando García cuando la policía entró a golpes de bastones para intervenir esa y otras facultades de la UBA. Después de este episodio, muchas personas tuvieron que exiliarse.
Ella no solo no se fue, sino que se aseguró de que quienes dejaban el país lo hiciesen dentro de América latina. Convirtió su casa en el centro de operaciones desde el que se organizaron los exilios en tres corrientes: Venezuela, Chile y Brasil. Para Rietti era fundamental que quienes partían no lo hicieran hacia los países centrales. Sabía que, de ser así, costaría más que volvieran a la Argentina. Y sabía de la potencia que podía tener la investigación hecha desde esta parte del mundo. Como expresaba en charlas y entrevistas: “Este mundo se va al carajo y Latinoamérica es la alternativa. La cultura eurocéntrica no ve el problema, no imagina otro proyecto. El pensamiento latinoamericano tiene la capacidad de conducir un modelo científico tecnológico diferente”.
Con quienes se quedaron, creó el Centro de Estudios en Ciencia. También ocupó un lugar destacado en el consejo directivo del Centro Editor de América Latina, creado por Boris Spivacow, y en el Centro de Planificación Matemática dirigido por Oscar Varsavsky.
Quedarse para resistir
Cuando, en 1976, una nueva dictadura mucho más sangrienta que la anterior sacudió a la Argentina, Rietti estaba trabajando como directora de coordinación en el INTI. “Junto a mucha gente salvajemente desaparecida, también desapareció cualquier forma de pensamiento alternativo”, dijo en una entrevista. Pero en esta oportunidad tampoco se exilió: se refugió trabajando en un proyecto ambiental hasta que, en 1983, volvió la democracia y con ella las instituciones.
Manuel Sadosky, reconocido como el padre de la computación en la Argentina, asumió tras la restitución democrática como secretario de Ciencia y Tecnología del presidente Raúl Alfonsín. Sara Rietti fue su jefa de Gabinete y se encargó, como ya lo había hecho casi veinte años atrás, de organizar el viaje de sus colegas. La diferencia era que esta vez no se iban: volvían, desde el exilio a su tierra.
Tiempo después, regresó a trabajar en la universidad donde, según dijo, tuvo que dejar pasar mucho tiempo, aun en democracia, para poder volver a hablar, opinar y disentir con soltura. Desde 1991 se hizo cargo de la maestría en Política y Gestión de la Ciencia y la Tecnología, la más antigua de la Universidad de Buenos Aires.
Sacar la ciencia a la calle
Rietti vivió defendiendo la bandera de la democratización del conocimiento. Para ella, la participación de toda la sociedad en las decisiones científicas era una prioridad, en especial la de las poblaciones afectadas más directamente por los nuevos desarrollos tecnológicos. Para garantizar este diálogo, para lograr que la ciencia tuviera identidad y valor social, un punto clave –sostenía– era el de la evaluación científica.
El trabajo científico es evaluado sobre la base de la cantidad de artículos publicados y la relevancia de las revistas en las que se publican. Como las revistas consideradas más importantes suelen ser europeas o estadounidenses, es lógico que se busque publicar allí para tener los mejores puntajes en las evaluaciones. Esto condiciona la elección de los temas de investigación: los problemas que tocan más de cerca a nuestra región, como por ejemplo el Chagas (enfermedad endémica en Latinoamérica), no tienen atractivo para las revistas que dominan la lista. Frente a esta situación, que al día de hoy sigue manteniéndose, Rietti propuso crear revistas científicas locales y otorgar mejores puntajes a quienes publicaran en ellas. También sugirió dar puntos extra a quienes dedicaran parte de su tiempo a la divulgación científica, en pos del objetivo fundamental de comunicación con la sociedad.
El costo de mimetizarse
Rietti nunca negó las desigualdades entre los varones y las mujeres en ciencia. De hecho, formaba parte de la Red Argentina de Género en Ciencia y Tecnología (RAGCyT), grupo pionero en estas temáticas. Denunció el “techo de cristal”, pero también planteó una interpretación alternativa: “He conocido mujeres distinguidas que no tienen ganas de seguir ese juego. Lo consideran un castigo, no toleran esa competencia tan dura, el clima asfixiante, la visión absoluta de los problemas. También se podría interpretar que las mujeres dejamos la competencia para los varones. A veces me inclino a pensar que les dejamos las cosas más feas, las más duras. No es que nos las quitan, las cedemos”.
Ella trazaba un interesante paralelo entre las mujeres y los países periféricos respecto a su posición frente a la ciencia: ambos colectivos hacen un esfuerzo por “parecerse”, ya sea a los varones o a los países del primer mundo. Rietti insistía en realzar y sostener la diferencia de género tanto como el latinoamericanismo: “El costo de la mimetización es que se pierda para todos, mujeres y varones, una cuota importante de creatividad, una expresión diferente de ver la realidad que enriquece el conocimiento. Una forma distinta de hacer ciencia que se manifiesta mayormente en la elección de los temas, en las preguntas que se formulan, en los modelos y metáforas que se despliegan para forjar las explicaciones”.
Sara Rietti murió el 28 de mayo de 2017 (aquí, el recuerdo de Nora Bär, unos días después), pero su pensamiento sigue presente en jóvenes que buscan sacar la ciencia de los laboratorios y llevarla a las calles, a los pueblos, a los barrios, donde están las comunidades a las que debe responder y defender. Sosteniendo las ideas que ella reivindicó hasta el final, ofreciendo miradas alternativas, pensando nuevos modos de gestión, cuestionando la idea de la neutralidad de la ciencia y, sobre todo, luchando por un quehacer científico digno, en la Argentina y en Latinoamérica.
La historia de Sara Rietti forma parte de Científicas de Acá, un proyecto colaborativo que busca visibilizar la historia y el trabajo de las mujeres y personas del colectivo trans, travesti y no binario en la ciencia y la tecnología en la Argentina.
Fuente: La Nación