Buena parte de los empresarios no se sienten identificados con la liturgia económica del peronismo. Ya no los asusta el estribillo de la marcha, porque combatir al capital es un objetivo que quedó pasado de moda. Pero la pasión de sus dirigentes por poner al Estado en el centro de todas las políticas no ha sido una receta exitosa, porque siempre chocó contra el mismo límite: la imposibilidad de financiarlo sin acudir al impuesto inflacionario.
El único recurso que le reconocían era su capacidad para manejar la puja distributiva. Ese pensamiento se tradujo en un axioma político que solo Mauricio Macri pudo deshacer, pero a medias. Hasta su presidencia, se consideraba que el único sector capaz de garantizar la gobernabilidad de la Argentina era el peronismo, y como prueba se exponían los mandatos inconclusos de los radicales Raúl Alfonsín y de Fernando de la Rúa. Macri fue el primer no peronista en completar su período en varias décadas, pero sin evitar que su gestión terminara con una crisis.
Alberto Fernández, con su perfil dialoguista y fórmulas tradicionales como la creación del Consejo Económico y Social, revivió la sensación de que podía controlar la puja, a través de acuerdos para negociar salarios sin que se vayan de control o sin la amenaza constante del conflicto. Esa intención quedó enunciada tanto en su discurso de asunción como en el primer mensaje al Congreso. Pero luego apareció el Covid y la historia cambió.
En el 2021, el Gobierno apeló una vez más a la clásica receta del acuerdo social, y trató de mantener un objetivo de inflación que sirviera de guía a las paritarias. Su problema es que solo fue un enunciado, porque los desajustes fiscales y monetarios del 2020 le pasaron la factura a la economía. En apenas cinco meses, la meta de 29% anual se transformó en utópica. Lo que sorprendió no fue ese salto, sino que el propio oficialismo convalidara aumentos superiores a 40%, como sucedió en el Congreso y en la ANSeS.
Lo que perciben analistas y empresarios es que el propio peronismo entró de lleno en el modo electoral, poniendo en segundo plano su clásico rol de conciliador con el movimiento sindical, al que suelen compensar con aportes a las obras sociales o con reformas que encauzan reclamos de la CGT, como la excepción de Ganancias para los asalariados que perciben menos de $ 150.000.
El Gobierno asume que la inflación estará más cerca de 40% que de cualquier cifra que acepte reconocer en público. Por eso su plan ya no es contenerla, sino empatarla, aún a riesgo de que haya más inflación. Pero eso no es todo: sin estabilidad macro o los estímulos correctos para que se agrande la torta de la inversión y el empleo, serán menos los asalariados que puedan recibir aumentos de este tipo. El consumo no va a crecer de verdad hasta que no haya certezas para gastar.
Por: HERNAN DE GOÑI
Fuente: El Cronista