MADRID.– China tardó 35 años en abolir por completo la política del hijo único (lo hizo en 2015). Y solo seis más en elevar de dos a tres el número de descendientes permitidos por pareja. Emmanuel Macron mantuvo en el programa con el que ganó las elecciones francesas la suba de la edad de jubilación de 62 a 65 años, pese a lo impopular de la medida. Corea del Sur, el país con la tasa de fertilidad más baja de la OCDE, no deja de aumentar las ayudas a aquellos que decidan ser padres. Las tres noticias son reacciones a un mismo fenómeno: la esperanza de vida se alarga y los nacimientos no van lo suficientemente rápido como para mantener intacto el sistema económico.
La humanidad ha afrontado en los últimos dos años amenazas lo suficientemente importantes –una pandemia y una guerra iniciada por una potencia nuclear a las puertas de Europa– como para que la inmediatez silencie los debates de largo alcance, al menos fuera del restringido mundo académico. Pero en el caso de la respuesta al cambio demográfico, el inevitable paso del tiempo parece abocado a colocarlo en un primer plano: según la Organización Mundial de la Salud, entre 2020 y 2030 el porcentaje de habitantes del planeta mayores de 60 años crecerá 34%, y si su número acaba de superar al de los menores de cinco años, en 2050 sobrepasará al de los adolescentes y jóvenes de entre 15 y 24 años.
El economista Javier Santacruz, autor de varios estudios sobre el impacto demográfico, cita tres efectos de la actual situación: un menor crecimiento del PBI, porque el desplome de la natalidad reducirá la demanda; problemas para sostener la estructura de gasto público en ámbitos como las pensiones, la sanidad y la educación, al haber menos cotizantes y más dependientes, y un desequilibrio en el modo en que se extraen las materias primas. “Las sociedades más envejecidas tienen menos propensión a mirar el futuro, así que explotan de manera menos cuidadosa los recursos naturales”, afirma.
José García Montalvo, catedrático de Economía de la Universidad Pompeu Fabra, dice: “El cambio de piezas va a producir desequilibrios. Empezando porque el comportamiento de los jóvenes y las personas de mediana edad es muy diferente al de los mayores: los primeros ahorran y los segundos gastan lo ahorrado”.
El hecho de que los mayores gasten en ocasiones más de lo que ganan no implica que vaya a haber un boom del consumo. Sucede más bien al contrario, porque a esas edades también decrece la cantidad que se percibe. Según un estudio de BBVA Research basado en los gastos con tarjeta e importes retirados del banco, los clientes con un mayor nivel de consumo son de entre 35 y 64 años.
En el empleo, García Montalvo ve el panorama difuso. Se desconoce hasta qué punto la robotización hará a las empresas menos dependientes de la mano de obra. En lo fiscal, Montalvo augura que se pagarán más impuestos para financiar el gasto público. “Los impuestos eran bastante altos en los años 50 y empiezan a bajar a partir de ahí con el baby boom entrando en el mercado de trabajo; ahora ese auge lo tenemos al revés”, advierte.
Eso tiene un efecto político. Si ahora rebajar las pensiones o congelarlas ya supone un desgaste electoral para los gobiernos, ¿se atreverán a hacerlo cuando esas medidas afecten a un porcentaje de población mayor? ¿Habrá una reacción por parte de los jóvenes para protestar por el agravio comparativo de que las crisis recaigan con más fuerza sobre sus hombros? Para María Jesús Valdemoros, profesora del IESE, “puede haber tensiones generacionales”, afirma. Y habrá que gestionarlas.
Hay quien hace de la tendencia al envejecimiento una lectura positiva: en primer lugar, porque alargar la vida es en sí mismo un éxito de la medicina. Pero hay más argumentos. Los canadienses John Ibbitson y Darrell Bricker explican en El planeta vacío (Ediciones B) que un crecimiento de la población más lento puede propiciar que menos trabajadores se repartan una torta de ingresos más altos, frenar el deterioro del medio ambiente, reducir el riesgo de hambrunas y facilitar una mayor autonomía de las mujeres.
Para Bricker, “el mayor desafío económico del envejecimiento y la reducción de la población es el consumo, no la producción”. Y añade: “Las personas mayores no consumen tanto como los jóvenes. Y eso no puede ser reemplazado por un robot”.
Pau Miret, sociólogo del Centro de Estudios Demográficos, con sede en Barcelona, reniega de cualquier alarmismo. Recuerda que los nacimientos a nivel global todavía están por encima de la tasa de reposición (nacen 2,4 hijos por mujer). Y el envejecimiento, al ser en parte consecuencia de un aumento de la longevidad, no debe tratarse como un problema, sino simplemente como un cambio con el que hay lidiar sin dramatizar. Miret sostiene que la llamada silver economy ofrece jugosas oportunidades de negocio. Y hasta dice que de la caída de la natalidad se puede extraer algo bueno en el bonus demográfico, si se alienta, por ejemplo, que las clases tengan menos alumnos.
Valdemoros, del IESE, coincide en que la economía puede nutrirse de nuevas fuentes de crecimiento. “Habrá muchos sectores que despuntarán: servicios personalizados, domótica, tecnología para la autonomía, alimentación, vida saludable, turismo, salud”, enumera.
La docente, además, advierte sobre el concepto de la vejez: “Los japoneses no sitúan el envejecimiento en un umbral fijo, con la edad. Conforme cambia la esperanza de vida, hablan de preancianos, ancianos y superancianos”, relata. Y llama a ser imaginativos al diseñar políticas que aborden la relación entre hacerse mayor y trabajar. “Hay que cuestionar los esquemas tradicionales que nos llevan de pasar de ocho horas a cero trabajando, súbitamente, tal vez con jubilaciones progresivas”, propone.
Junto a la mayor longevidad, la natalidad es el otro pilar que puede hacer temblar los cimientos demográficos. Para Montalvo, lo que antes era un fenómeno asociado únicamente a los países desarrollados, está extendido. “En países pobres y emergentes la transición demográfica está siendo mucho más rápida. Es un contagio a lo bestia”, dice.
Hay zonas del planeta, como África subsahariana, donde el crecimiento de la población sigue siendo explosivo. Nigeria será el tercer mayor país del mundo en 2050, con alrededor de 400 millones de habitantes. La India superará a China esta misma década. Los países que todavía crecen aún suplen el vacío de los que no lo hacen. Naciones Unidas prevé que la población mundial alcance los 8500 millones de habitantes en 2030, los 9700 millones en 2050 y los 11.200 millones en 2100. Muy por encima de los cerca de 8000 millones actuales.
La experta en políticas demográficas Jennifer Sciubba, recuerda el cambio drástico de los números. Dice que los países ricos tienen poblaciones que envejecen a un ritmo nunca antes visto en la historia de la humanidad. “Si se alineara a todos los habitantes del sur de Europa desde el más joven hasta el más viejo, la persona del medio tendría 45 años: una de las regiones más envejecidas del mundo”, apunta. En Sudamérica, la persona del medio tendría 32 años, y en África occidental, 18, compara.
El éxodo del campo a la ciudad en países como China, donde antes los hijos eran también una mano de obra imprescindible para trabajar la tierra, ha dado paso a una sociedad mucho más urbana, y, por tanto, menos necesitada de esos trabajadores. El país ha dejado de ser un motor demográfico para el planeta, y su economía puede notarlo. Un estudio de David E. Bloom, profesor de Economía y Demografía en Harvard, concluye que las autoridades deberían favorecer que se sume más gente a su mercado laboral.
Entre las políticas –válidas para cualquier país– que Bloom considera efectivas para paliar el impacto económico del envejecimiento, cita aumentar la edad de jubilación, estimular el ahorro, aumentar la participación en el mercado laboral de las mujeres, abrir las puertas a la migración y dar más incentivos al sistema educativo. © El País
Por Álvaro Sánchez
Fuente: La Nación