Cliver Ripani sobrevivió varias crisis económicas y se erigió como patriarca de un clan de fabricantes de productos alimenticios
Estaba muerto. Tan sólo dos días atrás, el “Tano” Masi, dueño de la marca de galletitas Okebon, le había dicho a Cliver Ripani, su mano derecha en el manejo de la fábrica, que quería dejarlo a cargo de todo para ir a pasar sus últimos años de vida con su hija en su Italia natal.
Para Ripani, era la concreción de un largo anhelo. Hacía 13 años que trabajaba en Okebon, donde había ingresado como mecánico, pero su ingenio para diseñar nuevas máquinas de galletitas lo había elevado sobre sus colegas en la consideración de su jefe.
Ahora, se le abría una oportunidad de oro para demostrar que, además de su destreza con los “fierros”, tenía talento como gerente. No era un logro menor para un muchacho que, en su juventud, había trabajado como peón de campo y recogedor de basura.
Pero había un problema. El corazón del “Tano” Masi se apagó apenas 48 horas después de entregarle -verbalmente- a Ripani las llaves del reino. Un infarto. Su viuda no sabía del arreglo entre ellos, o había decidido ignorarlo.
Era 1972. Ripani, nacido en Colonia Marina, Córdoba, 37 años antes ya no tenía empleo. Pero tenía un plan.
Nuevos comienzos
A los 85 años, Ripani todavía sigue firme al frente de RC, la fábrica que fundó contra todos los pronósticos hace 45 años en la calle Magallanes de Ramos Mejía. Hoy cuenta con 70 operarios y produce unas seis toneladas de comestibles por cada turno de 12 horas.
En diálogo con LA NACION, recordó los inicios de su emprendimiento. “Al principio, compré unos fierros viejos de una fábrica que se había fundido en Monte Grande”, cuenta. “Tuve que vender un Falcon de cuatro años para pagarlos.”
“Vos estás loco”, le dijo uno de sus amigos cuando lo vio remendando la máquina. “Con esto no podés sacar galletitas”. A Ripani le sonó a desafío y le apostó que en dos meses el mecanismo iba funcionar sin problemas. “La fecha límite era el 1 de septiembre de 1972 y perdí la apuesta porque la primera galletita salió a las 2 am del día siguiente. Igual, nunca se la pagué”, reconoce entre risas.
El comienzo no fue auspicioso. El hombre que había elegido como socio estaba gastando más dinero del que generaban en un estilo de vida -llamémoslo- licencioso y Ripani decidió comprar su parte. “Debíamos 50% de la empresa y a él le tenía que pagar el 25% de lo que quedaba, así que me quedé debiendo el 75%. Un día reuní al contador, a mi mujer, Elma, y mi hija Adriana y les dije: ‘acá nos jugamos la casa. ¿Están de acuerdo?’ Me dijeron: sí, dale para adelante.”
Endeudado sin remedio, manejando un coche prestado, Ripani encontró un remedio para su delicada situación en la solidaridad de sus proveedores. “Sabían cómo venía la mano. Cuando se enteraron de que me había quedado solo, me llenaron el depósito de harina, de azúcar, de granos. Me puse a llorar como un chico”, recuerda.
Aprender de la adversidad
Como muchos empresarios locales pueden atestiguar, los infartantes ciclos económicosde la Argentina pueden dificultar bastante a los negocios de cualquier tamaño. El caso de Ripani no fue distinto.
“Caí varias veces”, admite. “Una de las primeras fue en el Rodrigazo, donde todos los cheques y valores no sirvieron más. También en la época de Alfonsín, cuando a la mañana había un precio, al mediodía otro y a la la tarde otro. Ya estaba mi hijo Alejandro trabajando conmigo y me dice ‘podemos hacer un lote, venderlo y recuperar al menos el valor de los ingredientes.”
En 1989, la hiperinflación halló a Ripani con su hogar y la fábrica embargadas. “Debía mi casa, la de Adriana, US$ 1,5 millones. Dije ‘si aflojo, voy a parar bajo el puente. Puedo comprar todo de vuelta, solo tengo que cambiar la forma de comercializar y defender a la empresa”.
Al final, la estrategia de Ripani para salir de la crisis fue endurecerse con sus clientes. “Con Adriana íbamos al molino con un poco de dinero, comprábamos la harina, hacíamos las galletitas y yo les decía ‘plata o producto’. Me puse firme y así fui dando vuelta la situación.”
Herencia familiar
Al menos uno de los hijos de Ripani ha decidido seguir los pasos de su padre y con un éxito para nada menor. Se trata de Alejandro, que trabajó en su fábrica varios años hasta que decidió abrirse y fundar la marca Tía Maruca, en 1998.
“Él empezó con un sistema de venta con exhibidores y me preguntó si quería entrar en la sociedad. Le dije que no mezcláramos los tantos y que fuera solo. Empezó a fabricarlas acá, le fue bastante bien y después despegó.”
Tía Maruca, la empresa que Alejandro creó siguiendo el ejemplo de su padre, se expandió rápidamente y hoy controla 5% del mercado local de galletitas, que está liderado por Bagley y Mondelez y tiene una facturación anual de $ 800 millones.
Foco en la calidad
RC fabrica crackers con y sin sal, además de galletitas dulces azucaradas y de hojaldre. Asimismo, se hace cargo de parte de la producción de Tía Maruca y del catálogo de productos Gaona.
Aunque han exportado a Angola, Bolivia, Brasil, Chile, Uruguay y Estados Unidos, Ripani dice que su fuerte es el mercado interno. “Tenemos una clientela cautiva -sostiene-. Considero que lo que hacemos acá es de alta calidad y no nos pueden superar en ese aspecto.”
RC cuenta con un laboratorio donde prueban nuevos productos y ha hecho importantes inversiones en automatizar parte de su cadena de producción. “Estoy muy encima del proceso”, agrega Ripani. “Considero que la calidad tiene que estar siempre apoyada en la tecnología.”
Pasatiempos
“A todo el mundo le aconsejo que en la vida desarrolle algún hobby porque ayuda a vivir en los momentos difíciles”, reflexiona Ripani. Su pasión -o más bien, su obsesión- es el aeromodelismo, disciplina que lo tiene como uno de los mayores exponentes de todo el país.
“En los momentos complicados no me volví loco porque hacía aeromodelismo. Cuando llegaba a casa sabía apagar la radio de mi cabeza y me internaba en el taller. Y soy bastante audaz en esto de hacer avioncitos”, relata. El diminutivo está de más: uno de los proyectos más ambiciosos de Ripani es una réplica de un Boeing 767 de seis metros de ala, cuya construcción demoró dos años y medio.
Además, hace 12 años se dio el lujo de comprarse un avión propio, un Navajo de seis plazas que usa para llevar a sus amigos a los distintos eventos de aeromodelismo que se organizan a lo largo y ancho del país.
A pesar de todo lo vivido, Ripani todavía encuentra placer en las cosas sencillas de la vida. “Los miércoles nos reunimos con mis amigos en mi casa, trabajamos en alguna pieza un rato y después cenamos y jugamos al truco. Eso es lo mejor de todo.”
Fuente: La Nación