En espacios pocos propicios para el liderazgo, caracterizados por entornos de vulnerabilidad y violencia, cinco mujeres supieron construir roles que no solo cambiaron sus vidas, sino que contribuyeron a mejorar su comunidad.
Cinco líderes que surgen en cinco contextos bien diversos cuentan sus historias de resiliencia. Ellas se convirtieron en agentes de cambio para sí mismas y para sus comunidades. Y, hoy, inspiran a otras mujeres y sobre todo se involucran en distintas causas para promover el respeto a los derechos.
Acompañar
En 2006, Liliana Cabrera se vio privada de su libertad. Recuerda que, cuando llegó al penal de Ezeiza, había un clima raro: las mujeres estaban en huelga de hambre en reclamo de que se les conceda el arresto domiciliario a aquellas que tuvieran hijos menores de cuatro años. Requisas constantes, situaciones de violenta y celadores con palos esas fueron sus imágenes durante los primeros días.
“Ahí vi lo que era la solidaridad. Había muchas mujeres que, como yo, no tenían hijos, pero igual se plegaban a la huelga”, relata. En ese momento difícil del penal, Liliana se enteró que había una organización que hacía talleres y vehiculizaba muchas de las denuncias. “Cuando recién ingresás, no tenés acceso a nada. Mediante mi abogado, pude pedir que me pasaran a la unidad 31. Ahí entré en contacto con Yo No Fui y comencé a participar del taller de poesía”, cuenta. Yo No Fui es un grupo interdisciplinario que trabaja en proyectos artísticos y productivos en los penales de mujeres de Ezeiza y, más recientemente, afuera de la cárcel, una vez que las mujeres recuperaron su libertad. El mismo tiene por fin colaborar con la democratización de los bienes culturales para la comunidad, permitiendo a las personas marginadas el libre acceso a la educación y a la producción artística y cultural.
Las primeras veces que Liliana fue al taller no se animaba a leer lo que escribía. Se avergonzaba de su tartamudeo severo y era muy tímida. Después de ocho años en el penal, no solo escribió tres libros de poemas, sino que, ya fuera, da charlas y habla en actos y asambleas frente a cientos de personas.
“Nunca imaginé que un taller de poesía adentro de la cárcel iba a tener tanta concurrencia. Me llevé una gran sorpresa. Me encontré con el feminismo en esos espacios”, afirma.
En 2011, Liliana tuvo la idea de crear una editorial cartonera dentro del penal y recibió todo el apoyo de Yo No Fui. Un gran obstáculo fue conseguir los permisos para ingresar los materiales. “Pude llevar adelante todo lo que hice porque encontré un colectivo. No lo vivo como algo individual. Mucho de lo que fui logrando tuvo que ver con mis compañeras”, afirma.
Antes de ingresar al penal, Liliana tuvo una vida bastante solitaria. “Estuve condenada unos cuantos años y me hago cargo de lo que me tocó vivir. Cuando una persona cae presa, hay muchas situaciones en las que el Estado no estuvo presente. Si yo hubiera contado con ciertas herramientas, nunca hubiera pisado una cárcel”, dice.
Las primeras veces que Liliana fue al taller no se animaba a leer lo que escribía. Se avergonzaba de su tartamudeo severo y era muy tímida. Después de ocho años en el penal, no solo escribió tres libros de poemas, sino que, ya fuera, da charlas y habla en actos y asambleas frente a cientos de personas.
“Nunca imaginé que un taller de poesía adentro de la cárcel iba a tener tanta concurrencia. Me llevé una gran sorpresa. Me encontré con el feminismo en esos espacios”, afirma.
En 2011, Liliana tuvo la idea de crear una editorial cartonera dentro del penal y recibió todo el apoyo de Yo No Fui. Un gran obstáculo fue conseguir los permisos para ingresar los materiales. “Pude llevar adelante todo lo que hice porque encontré un colectivo. No lo vivo como algo individual. Mucho de lo que fui logrando tuvo que ver con mis compañeras”, afirma.
Antes de ingresar al penal, Liliana tuvo una vida bastante solitaria. “Estuve condenada unos cuantos años y me hago cargo de lo que me tocó vivir. Cuando una persona cae presa, hay muchas situaciones en las que el Estado no estuvo presente. Si yo hubiera contado con ciertas herramientas, nunca hubiera pisado una cárcel”, dice.
Hace ya cinco años que Liliana recuperó su libertad, sin embargo, vuelve al penal una vez por semana, ahora como docente del taller de poesía. “Es la posibilidad de acompañar a otras compañeras como me acompañaron a mí en su momento. En los talleres, no solo hablamos de poesía. Le damos mucha importancia a debatir temas de género y sobre cómo pararse desde otro lugar. Ellas tienen que sentirse parte de la sociedad y darse cuenta que tienen derechos”, señala.
Y desarrolla: “En la cárcel te acostumbrás y naturalizás cosas que no deberías. Recuerdo cuando nos desnudaron a todas juntas de forma denigrante durante las requisas. En ese momento, pensábamos que esa situación teníamos que vivirla por estar detenidas. Muchas compañeras han sufrido violencia obstétrica”.
Durante el 8M, las mujeres de la cárcel de Ezeiza hicieron una huelga porque se les comunicó que no se les pagaría el sueldo con el que, aun desde adentro, continúan sosteniendo a sus familias. Ese mismo día sufrieron violencia del personal penitenciario. “Me vi reflejada en los reclamos de esas chicas. Me recordó cuando peleamos el arresto domiciliario para madres”, comenta Liliana, quien, con 37 años, es parte de la cooperativa de Yo No Fui y trabaja en la firma social Arbusta.
“Tuve mucha suerte de estar acompañada por la organización cuando salí del penal. Si hubiera sido por la cárcel como institución, seguramente hubiera vuelto a entrar, porque no tenía herramientas para hacer otra cosa. Cuando una persona sale de la cárcel, se encuentra con la vida estallada”, confiesa.
Valorar
Mirta Aballay, de 28 años, llegó al Centro de Prevención de Desnutrición Infantil y Promoción Humana de la ONG Haciendo Camino en Añatuya, Santiago del Estero, hace cinco años. Con sus dos últimos embarazos, se sumó al Programa Embarazadas, que acompaña a mujeres en situación de riesgo social, y promueve los cuidados y el desarrollo del vínculo madre-hijo desde el período de gestación. Sus hijos, a su vez, participaron del Programa Nutrición, donde un equipo interdisciplinario de profesionales les brindó diagnóstico nutricional, atención, y acompañamiento integral.
Allí, Mirta encontró espacios de aprendizaje y contención que comparte con otras madres que viven realidades similares. Asistió a talleres de alimentación y de educación para la salud. “Aprendí sobre qué alimentos puedo darle a mi hijo y qué no. Además, aprendí a coser. Eso me sirvió mucho para hacer cosas para mí y mi familia”, cuenta.
Hoy, sabiendo el apoyo y educación que recibió, colabora para que sus vecinas y amigas, que viven situaciones de violencia o necesidad, se acerquen a Haciendo Camino y accedan a la atención que necesitan. Tanto en su barrio como dentro de la organización, es considerada una referente.
“A partir de mi contacto con Haciendo Camino cambié la forma de criar a mis hijos. También, valoro mucho el apoyo que me han brindado, porque no tenía el de nadie. Y lo encontré aquí”, asegura. “Es importante que las mamás vengan a Haciendo Camino porque aprenden muchas cosas. Además, cuando tenemos problemas, venimos y hablamos con el equipo, y tenemos el apoyo de ellos. Ellos siempre están a nuestro lado en cada situación que estamos pasando”, añade.
Egresar
A mediados del año pasado, la Argentina se convirtió en el primer país de la región en tener una ley específica de acompañamiento estatal a los adolescentes sin cuidados parentales que, a los 18 años, deben egresar de los hogares de protección. La Ley de Egreso fue impulsada por organizaciones de la sociedad civil y Tatiana Lustig da Silva, junto a sus compañeros de la Guía E, tuvo un rol significativo en la promoción de la iniciativa. “¿Sabés lo que fue para mí sentarme en el Congreso a hablar con los diputados, contarles quien era yo y por qué para mí era importante esa ley?”, dice hoy.
Tatiana vivió en el hogar María del Rosario de San Nicolás en dos oportunidades. Llegó por primera vez la noche anterior a su cumpleaños número 14. En esa ocasión fue con su hermana mayor. “Al principio, sentí que era como vivir con amigas. Consideraba al hogar como mi casa y las chicas eran mi familia. Siempre proponía ideas a las autoridades para mejorar la convivencia entre nosotras y con los adultos. Se organizaban asambleas una vez por semana”, cuenta.
El director del hogar, en más de una oportunidad, había calificado a Tatiana como una líder positiva. “Al principio, no me gustaba que me diga así porque lo sentía como una presión. Él me pedía que dé el ejemplo porque otras chicas me seguían”.
Los motivos de ingreso a los hogares, cuenta, son por temas de abuso, abandono o maltrato. “Hoy, puedo ver un montón de cosas desde otro lugar: nosotras nos vamos de nuestras casas siendo víctimas y en realidad pareciera que somos las culpables porque nos llevan a otro lugar que puede ser mejor o peor dependiendo de la suerte que tengamos. Ahora, me doy cuenta que un hogar es muy parecido a estar preso. Somos un número para el Estado. Si bien se intentaba que la vida sea común a la de cualquier niño, hay situaciones que nos atraviesan. Por ejemplo, no podía ir a dormir a lo de cualquier compañerita de la escuela porque había que hacer un socio ambiental en la casa”, relata.
Después de unos años, Tatiana intentó volver a casa con su mamá y su hermana. “Como no se trabajó la vinculación con mi familia y me encontré con más de lo mismo, al poco tiempo tuve que volver al hogar, esta vez con 17 años, sabiendo que a los 18 me tenía que ir. Vivía con la presión de saber que tenía una fecha límite. Cuando llegué esta segunda vez, noté que la manera de trabajar había cambiado y había cosas con las que no estaba de acuerdo. Esta experiencia fue mucho más complicada. La falta de cuidado que tenía en mi casa se repetía en el hogar. Me sacaron de Guatemala para meterme en Guatepeor. Me tocó que me dejaran sin salida porque no conseguía laburo. Creo que muchos hogares no tienen herramientas para trabajar el egreso”, dice la joven de 24 años.
En su perspectiva, en los hogares hay mucha depresión juvenil. “No se trabaja para que el chico entienda su historia y para que pueda ser resiliente. A los 18 te largan y muchos terminan en situación de calle, consumen sustancias o vuelven a la institucionalización desde otro lugar”.
Al buscar trabajo, cuenta Tatiana, las entrevistas solían indagar sobre por qué vivía en un hogar y qué había pasado con su mamá. Luego, no la llamaban. “Me di cuenta de que el problema aparecía cuando yo decía dónde vivía. Tuve que empezar a mentir, inventarme una casa con una mamá, un papá y una hermana. Eso me molestaba porque yo peleaba en el hogar e insistía con las más chicas que no tenían que tener vergüenza de decir a los demás dónde vivían. Hacía todo un trabajo con ellas y, cuando salía, me contradecía”, relata.
Si bien había escuchado de Doncel cuando estaba en el hogar, se puso en contacto unos años después de su egreso. La asociación civil busca mejorar la transición de los jóvenes sin cuidados parentales a su vida adulta, para que puedan obtener una vivienda, trabajo y educación. Ella se vinculó, específicamente, con el programa Guía E, el primer portal creado por jóvenes egresados de instituciones. Desde allí, buscan ayudar a otros jóvenes a prepararse para el egreso, acompañarlos en sus proyectos y compartir sus experiencias. Hoy, Tatiana estudia Trabajo Social en la UBA y trabaja en la mesa de ayuda tecnológica del Banco ICBC. Eligió esa carrera para ayudar desde otro lugar, y lucha día a día para que su pasado no determine su futuro.
Otra organización que la ayudó fue AMIA, a través del programa Lagur, enfocado en la vivienda. Una trabajadora social hizo una evaluación para que ella pudiera vivir en el complejo habitacional de la entidad, donde paga un alquiler acorde a sus ingresos.
Con todo, 2017 fue un año muy movilizador para ella: a la sanción de la ley y la mudanza se sumó que las Naciones Unidas la eligió para participar de un encuentro regional en Panamá de Juventud, Paz y Seguridad.
“En el Congreso, primero tuve que escuchar a un montón de personas hablando tranquilamente de lo que fue mi historia y la de mis compañeros. Después, hablé yo: la Tatiana que, con 15 años, tenía propuestas de cambio, la que se tuvo que ir del hogar y la que tuvo que discutir con muchos profesionales. Finalmente, los diputados me pedían disculpas por no habernos protegido a través de las políticas públicas, y reconocían que nadie se puede ir a los 18 de su casa y arreglárselas completamente solo”, cierra.
Aprender
“A mi papá no le gustaba que estudie electricidad porque decía que era una actividad para hombres”. Esta frase representa el machismo arraigado que hay en múltiples barrios que se encuentran en situación de vulnerabilidad. La dice Verónica Miranda, boliviana de 33 años que vive en Villa 20 de Lugano. En el secundario, su padre no le firmó la autorización para hacer trabajos de electricista, pero su profesor le enseñó igual.
Hace un año, Verónica participa del programa Manos de Mujer, un proyecto de Amartya en articulación con la Secretaría de Hábitat e Inclusión del Gobierno de la Ciudad. Su objetivo es acercar la sustentabilidad a espacios de gran vulnerabilidad, contribuyendo a empoderar al grupo de mujeres participantes y fortalecer su rol como referentes ambientales, mediante su intervención en espacios públicos para mejorar la calidad de vida de sus barrios.
Antes de participar del programa, Verónica sufría de depresión. Iba constantemente al hospital porque sus dos hijos tienen ictiosis, una enfermedad de la piel. “Manos de Mujer es muy importante en mi vida. Aprendí a salir adelante por mí misma y a no estar diciendo yo no lo puedo hacer. Empecé el programa y me liberé. Conocí a otras personas que me apoyaron mucho. Me decían que tenía que hacer frente a la vida”, relata.
A partir del programa, Verónica pudo aprender carpintería, herrería y botánica. “Lo que me llamó la atención es que reunía solo a mujeres para usar herramientas que a muchas no nos dejaban usar. Ahora, no necesito ayuda de nadie para resolver diversas situaciones. Además, mi hija está orgullosa de mi porque le hice una mesa y sillas”, detalla. Y destaca: “Un cambio importante en mí a partir de Manos de Mujer fue que empecé a hablar. Antes me costaba mucho. Era muy para adentro. Un día, llegó una capacitadora de emprendedurismo que nos hizo participar a todas y así empecé a desarrollar el dialogo”.
Intervenir en espacios públicos y mejorar el barrio es un pilar fundamental del programa. “Los pallets son un material clave para nosotras, porque podemos hacer mesas, bancos y juegos. Así, entre las participantes acondicionamos una de las plazas del barrio y armamos juegos con madera en el jardín de mi hijo”, cuenta Verónica.
En el mediano plazo, a ella le gustaría enseñar todo lo que aprendió. Las capacitadoras ya la ayudaron a armar un currículum para dar capacitaciones en organizaciones sobre jardines verticales o huertas flotantes.
Reencontrar
El circo llegó a la vida de María Isabel Vallejos cuando tenía 18 años, vivía en la Villa 1-11-14, estaba separada del padre de sus dos hijas y había dejado de estudiar. “Siempre me consideré una persona muy activa, pero en ese momento estaba destrozada, no veía esa luz. Acaba de pasar por un noviazgo violento. Me acerqué a Circo del Sur y ahí participé del programa Cuerda Firme”, cuenta la joven de 22 años.
Dicho programa tiene por objetivo capacitar a jóvenes a través de artes circenses, para desarrollar en ellos habilidades socioemocionales que les permitan acceder de mejor manera a un empleo, no solo en el ámbito artístico, sino en el mercado laboral en general. La vida de María cambio aceleradamente después de esa experiencia. Además de adquirir habilidades socioemocionales, recibió una complementación técnica en tecnología porque el programa se desarrolló en alianza con Arbusta, una firma social que provee servicios tecnológicos.
“En el taller, trabajamos mucho el tema del compromiso y la tolerancia al fracaso. A mí me permitió volver a conectarme conmigo. El circo tiene que ver mucho con la confianza. Es creérsela cuando uno va a una entrevista de trabajo y aprender a respetar la opinión del otro. También te ayuda a no juzgarte”, dice María.
Enseguida, la joven comenzó a trabajar en Arbusta como tester. “Constantemente implementaba en el trabajo habilidades que había adquirido en el circo. Siento que, en dos años, hice una carrera inmensa en esa empresa. Ellos me dieron la primera oportunidad laboral. Ahora trabajo en otro lugar”, comenta.
“Arbusta es como mi mamá y el circo como mi papá. La empresa social es la que me acogió laboralmente, me enseñó y me apoyó. La ONG me dio las técnicas para que arrase con todo. Hace tres años hago trapecio en el circo y voy una vez por semana a los talleres”.
Al principio, María negaba la violencia que había recibido del papá de sus hijas. “Me costó tener una relación bien. No me entregaba totalmente, porque tenía miedo”, confiesa, al tiempo que asegura que sus motores para todo son sus hijas: Mía y Ludmila, de seis y cuatro años, respectivamente. “Circo del Sur me ayudó a reencontrarme conmigo misma y a dejar de juzgarme como mamá”, enfatiza. Además, en ese espacio conoció a su nueva pareja, con quien se casó en febrero.
En marzo, fue reconocida por el embajador de Canadá como una joven líder que pudo convertir cada desafío en una oportunidad. Asimismo, fue expositora en la Conferencia Mundial sobre la Erradicación del Trabajo Infantil.
Al principio, María se preguntaba por qué la gente quería que cuente su historia triste. “Un día después de una charla que di, se me acercó una chica y me dijo que gracias a mi testimonio su hija pudo hacer un cambio en su vida. Me puse a llorar con ella”, se emociona la joven.
Un gran logró para ella fue alcanzado el año pasado cuando decidió mudarse con sus hijas fuera de la villa. Se fue a vivir a Pompeya. “Mudarme fue muy brusco, muy difícil. Estaba sola y me costó mucho esa transición. De todas formas, me tenía que poner las pilas y comerme el mundo. Mis padres me echaron cuando quedé embarazada y me dieron la espalda cuando les dije que sufrí violencia en casa de mi expareja”, cuenta quien alberga el deseo de construir su propia fundación, basada en tecnología y habilidades socioemocionales. La intención es que la fundación promueva la inclusión de chicos que quieran un cambio en su vida.
Al respecto, concluye: “Hace unos años, mi máximo sueño era tener un trabajo y pagar mis cuentas. Ahora, con todo lo que pude lograr, no quiero parar de soñar”.
Fuente: apertura.com